Del vicio de leer y la necesidad de escribir

El Aguijon
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La lectura y la afición por los libros tienen que ver, en mi caso, con un afán posesivo, un afán por apropiarme de sus formas y contenidos que solo puedo explicar o justificar por la búsqueda desinteresada y apasionada de una historia y, por qué no, de la historia que subyace en cada una de sus páginas.

Busco sucesos que me conmuevan, que me hagan desear haber estado allí, haber vivido y participado en el avatar sin importarme las consecuencias. Sin embargo, resulta complicado descubrir y más aún describir ese momento de inflexión en el que perdemos la inocencia de nuestro mundo interior para mezclarlo con el mundo de nuestras afueras; dos mundos, por supuesto, terrenales.

En mi niñez, permanecí un tiempo largo encamado debido a una enfermedad crónica. El cuarto donde mi padre se aislaba para conversar con sus escritores predilectos permanecía a mi alcance y, poco a poco, me convertí en un pequeño ladrón de libros, hurtando algunos de aquellos volúmenes para devorarlos en mis horas de soledad y convalecencia.

Al principio nadie se dio cuenta, pero un día mi progenitor observó que alguien había alterado el orden de los volúmenes; donde debían estar los Verne, Salgari, Dumas, Stevenson, etc., aparecían los Tolstoi, Dickens, Balzac, Galdós, Zweig, Istrati (un autor raro, por cierto), Dhuamel (más raro), o Lotti (rarísimo y exótico), amén de otros, así que la autoridad familiar devolvió a su lugar aquellos ejemplares y los cerró bajo llave. Consideró que eran lecturas inapropiadas para un mocoso, me permitió, eso sí, el acceso a los libros de “aventuras” entre los que había auténticas joyas… como La isla del tesoro o Moby Dick.

Un buen día, el hacedor de mis días, intentando paliar mi aburrimiento, llegó con unos tebeos bajo el brazo y, a falta de libros, los tebeos (no eran aún cómics) se convirtieron en lo cotidiano. Y me alimenté de viñetas y bocadillos hasta recuperar el derecho a disfrutar de los libros. Las malas costumbres de la lectura llevaron a otras peores. Pronto pedí una libreta para escribir, no sabía bien qué. En un primer momento quería llevar un diario, sin embargo, consideré que la vida de un enfermo era poco interesante, de manera que escribí pequeñas historias sin sentido y así empezó todo.

De adulto seguí leyendo, pero acuciado por estudios y otros intereses me costó volver a la escritura. Lo hice a través de la historia, una dama de la que me enamoré y a la que quería dominar. La mejor forma de hacerlo era leerla y, ¿por qué no?, domarla, es decir, escribirla e incluso reescribirla para que otros pudieran leerla con mis palabras. Y me puse a ello.

Mi adoración por la lectura y mi necesidad de escribir entraron un día en contradicción con el sabio George Steiner a propósito de su opúsculo titulado El silencio de los libros. Me puse de inmediato en guardia, a favor y en contra de ese texto, por otra parte, maravilloso.

Steiner se refiere al silencio que necesita la lectura en una sociedad tan ruidosa y se muestra un tanto desmoralizado por su precaria situación actual. Afirma que la música es la forma más universal de la comunicación artística: “No hay un solo ser humano en el planeta ¾dice¾ que no tenga una u otra relación con la música”. Y añade leña al fuego: “La mayor parte de la humanidad no lee libros, pero canta y danza”.

Considero, de acuerdo con el maestro Steiner, que la música es superior a la palabra para comunicar sentimientos, pero no para desentrañarlos y ahondar en ellos. Y ahí en ese espacio, ora invisible, ora inabordable, están los libros, la lectura e incluso los lectores, y por extensión también los escritores como domadores de la palabra.

Si la lectura nos atrae lo suficiente como para alejarnos del “mundo real”, si esta atracción es tan fuerte y persistente que nos aparta de lo “rentable”, estaremos, amigos, practicando un vicio. Un vicio, como dice Michel Crépu, “impune”. No se trata, claro está, de la impunidad que ampara la evasión de impuestos o cualquier otra villanía. Estoy hablando de la liviana y elegante impunidad que se deriva del alejamiento de la barbarie. La receta: horas y horas de buenas lecturas. ¡Ah!, y no me pregunten qué son buenas lecturas…

Para acabar. Es cierto que los vicios de la lectura y la escritura guardan relación con generaciones y modos de vida que parecen alejados de las connotaciones que los hacen posibles, pero no se fíen de las apariencias porque estas suelen engañar.

Romper con el pesimismo que se cierne sobre la lectura y sobre la escritura o acabar con el mito de que cada vez se lee menos y se escribe peor es deber de los lectores y de los escritores, pero también de los ciudadanos libres en general. Me resisto a admitir las profecías que han enterrado el vicio de la lectura y la necesidad de la escritura. ¿Creemos, de verdad, que dentro de unos años nadie leerá un puñetero libro ni escribirá algo original y apasionante?

Creo, como el viejo y adorado Alonso Quijano, que es posible luchar contra los molinos de viento llevando adelante un proyecto de vida utópico que, por serlo, sigue y seguirá estando contra el mundo que se empeña en contradecirlo.

José Antonio Vidal Castaño.